El destino me ha colocado a caballo entre dos continentes, dos culturas, dos formas de concebir el mundo y la vida: la India y Europa. Entre estos dos “planetas” paso mi vida, sin sentirme extraño en ninguno de ellos. Sin embargo, cuando voy a Europa tras pasar largas temporadas en la India, tengo lo que se podría llamar un “choque cultural”. No es por las costumbres ni la forma de vida, que me son muy familiares, sino por la concepción exclusivamente materialista del universo y de la existencia. No pretendo decir con esto que la India sea “espiritual”; de hecho, en muchos aspectos la gente en la India puede ser más materialista que en Occidente. Pero allí la inmensa mayoría no considera que el mundo visible sea lo único real; aunque estén inmersos en la vida material, saben que hay mundos espirituales y una inteligencia superior de la que todo depende, y que frente a esa Última Realidad esta realidad visible palidece. Saben que, tarde o temprano, deberán volverse hacia el mundo espiritual, origen y último destino del ser humano. Por otra parte, en la India se ha conservado aceptablemente bien la tradición contemplativa, perdida en gran parte del mundo. Y era esta tradición contemplativa la que daba una base sólida a la especulación filosófica, religiosa y metafísica.
La visión moderna ha confinado la consciencia y la inteligencia —una consciencia e inteligencia que, además, se supone que han surgido «por el azar de la evolución»— únicamente en el hombre (y, en menor medida, en los animales) al tiempo que las erradicaba de cualquier otro lugar o plano del universo, un universo que, se dice, se rige por leyes ciegas, inertes e indiferentes a todo. Sin embargo, la visión tradicional ha situado siempre la consciencia, la inteligencia, en el «centro», en el «corazón» mismo de la realidad. Como dice la Aitareya Upanishad: «La Inteligencia es el fundamento».